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Predicador, maestro, evangelista o conferencista que ocupa lugar de simple oyente

Alumnos y maestros de la Escuela de Estudios Bíblicos Intensivos, de la Igleisa de Cristo en Puerto Rico, escuchan a un predicador.
¿Quién está atento al conferencista? ¿Quién no?

 

Querido predicador, conferencista o maestro, para toda actividad de la iglesia donde haga usted acto de presencia –cultos, campañas, clases de capacitación espiritual- ¿siempre está usted al frente dando mensajes o estudios? Asumimos que no. ¿Se le presentan ocasiones cuando le toca ocupar “lugar de simple oyente”, viéndose en la posición de escuchar a otro ministro de Dios? Normalmente, esta es una experiencia bastante común en nuestros ministerios. Encontrándose, pues, en la banca o silla como oyente, ¿qué actitud asume usted hacia el orador o maestro? A continuación, se desglosan algunas posibilidades.

1. Positiva, en su corazón deseándole éxito y orando para que realice su ministerio eficazmente, logrando la debida edificación de todos los presentes.

2. Con semblante sereno y mirada atenta, mostrándose interesado en el tema.

3. Con semblante tenso, y no mirando al siervo que predica o enseña sino desviando la vista de un lado al otro, o clavando los ojos en el suelo. De ser así su actitud y lenguaje corporal, ¿qué pretende? ¿Menospreciar o distraer al siervo? ¿Restar importancia a su presentación? Semejante actitud podría incomodar al hermano no del todo maduro en los ministerios, llevándolo a dudar de su capacidad. De las “Neblinas de la Duda” sale el “Diablillo Inseguro” poniendo al siervo afectado a sudar, temblar, tartamudear y perder el dominio de las enseñanzas que desea impartir. ¿Se deleita usted secretamente al contemplar el drama triste del ministro de Cristo que se confunde o pierde la confianza durante su intervención? ¿Que se le vaya el hilo? ¿Que se le enfríe la relación con la audiencia? Quien experimente tal satisfacción perversa diríase que su alma está enferma hasta la muerte, estampándose “¡Inválidas!” sus credenciales de “ministro”.

4. Después de escuchar unos minutos, ¿abandona usted el salón sin necesidad alguna de hacerlo, no regresando enseguida? Tal acción bien podría interpretarse como afrenta o desprecio, aunque no haya en su corazón la más mínima intención de herir. Conviene tener presente que sus actitudes y movimientos pesan más y se prestan para más interpretaciones por ser usted mismo líder espiritual. Cualquier otro que salga del salón quizás ni llame la atención su acción. Pero, si usted lo hace, tenga por cierto que otros tomarán nota, especialmente el hermano al frente dando algún mensaje o impartiendo un estudio bíblico.

5. ¿Conversa en voz bajita con sus vecinos de banca? ¡Inexcusable! ¿Qué pensará el hermano al frente? “Aquel hermano predicador (maestro) me está criticando. ¿Qué cosa he hecho o dicho que no le agrade? ¿Está en desacuerdo con lo que traigo? ¿Se cree superior a mí?”

6. ¿Pone toda atención, buscando en la presentación joyas de entendimiento espiritual que enriquezcan aún más su propio tesoro? ¿Analiza el estilo del siervo que tiene de frente, no con el ánimo de apuntar faltas sino para mejorar su propio estilo? Si responde en lo afirmativo, se deduce que ha alcanzado ya un nivel alto de madurez.

 

De tocarle ocupar la silla de oyente para una clase bíblica, ¿cómo acostumbra participar usted que también es maestro, tal vez aún con más amplio dominio del tema escogido que el que está a cargo de la clase? A continuación, enfocamos, mediante preguntas, unas posibilidades.

1. ¿Refrena su participación para que el maestro al frente pueda desarrollar la clase conforme a sus propias proyecciones y metas? ¿También para que los alumnos dispongan del tiempo para ofrecer sus aportaciones, expresar dudas o plantear problemáticas, etcétera? De responder en lo positivo, le felicitamos. Si el maestro y los de la clase le conocen, ¡ellos saben que usted sabe! Bien haría usted al no adelantarse, contestando preguntas y exponiendo sino dejando oportunidad a ellos para explorar, entender y aplicar el tema, con intervenciones mínimas de su parte.

2. ¿Se enmudece durante toda la clase, no contribuyendo absolutamente nada? A lo mejor no convenga semejante proceder, pues su silencio total pudiera interpretarse de varias maneras negativas. Por ejemplo:

-“Al hermano no le interesa el tema.

-Está resentido porque no le invitaron a enseñar la clase.

-Está aburrido porque conoce el tema de rabo a cabo.

-No tiene nada valioso que aportar. Se cree tan superior que desdeña compartir”.

3. ¿Está atento y pendiente a todo detalle, sabiamente buscando el momento oportuno para hacer alguna observación, explicación o aplicación práctica , con toda humildad, como señal de interés, buena voluntad y deseo de mutua edificación, pidiendo respetuosamente la palabra? Si este es su proceder, seguramente aumentará su estatura espiritual en la mente del maestro y en el corazón de cada alumno.

4. ¿Irrumpe a menudo, sin levantar la mano o pedir permiso, con abundantes comentarios, cuentos, chistes, experiencias propias, anécdotas, etcétera? ¡Mal hecho! Los que ejercitamos los ministerios de predicar o enseñar no debemos procurar ser siempre el centro de atención. También para el ministro de la Palabra hay “Tiempo de callar, de limitar la participación, de frenar la lengua, de escuchar”.

5. Desde la silla o la banca, ¿intenta usted quedarse con la clase mediante repetidas intervenciones autoritarias? Tal proceder descubre un espíritu soberbio con matices de dictador. ¿Acaso albergue quien se manifiesta así celos dañinos porque otra persona esté al frente? ¿O estará padeciendo de “Ego inflado”, de “Sabelotodo”?

6. ¿Contradice, reprende o, peor aún, ridiculiza al maestro al frente, faltándole el respeto? “¡Usted está equivocado! ¡Eso no es así! No sabe dar el sentido correcto del texto. Su explicación es absurda.” Quienquiera se exprese así, sin tacto o reverencia, descubre un espíritu inmaduro que, efectivamente, lo descalifica para la pedagogía espiritual.

7. ¿Suele llevar lo contrario con el intento malicioso de sembrar discordia o desprestigiar al que preside la clase? Ojala se escuche un rotundo “¡Negativo!” Con todo, por difícil sea creerlo, en el reino de Dios no faltan mentes tan chiquitas o pervertidas.

Conclusión. Esforcémonos no solo para dar lo mejor en nuestros ministerios espirituales, cualesquiera sean, sino también para ser buenos oyentes, inteligentes, sabios, humildes y respetuosos, con actitudes y aportaciones que respalden al escuchado en sus ejecutorias buenas. En las menos buenas, qué sepamos sobrellevar. En las malas, qué procuremos la oportunidad propicia para corregir con mansedumbre.

 

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